Una Extraña Noche en Venecia
“Un ave negra sobrevoló la torre y se posó en la cruz. El poniente trajo consigo la densa bruma y los grillos callaron para no ser descubiertos. Comprendí entonces que las Almas de los caídos… querían contarme sus penas”.
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Corría el año…vaya a saber cuál, en realidad, eso no tiene mayor importancia, tan sólo recuerdo que apenas había comenzado el nuevo siglo con muchos problemas y, para variar, angustiados por secuelas económicas provocadas por la crisis de 2001 en Argentina. Tiempos difíciles para viajar al exterior y encima, pensar en euros, puesto que el tipo de cambio, por entonces, no nos favorecía para nada, pero la apasionada vocación por recorrer Italia resultaba ser mucho más fuerte que el dinero y que cualquier mal trago político o financiero. Así que, decidimos embarcarnos en una nueva aventura.
Ya habíamos dejado atrás la espléndida Milano, también las aguas azules del lago di Garda y la romántica Verona, el próximo destino sería Venecia, una magnífica ciudad repleta de personas durante el día pero casi vacía cuando el sol comienza a desaparecer entre la cúpula y el campanario de la Basílica di San Giorgio Maggiore, que parece emerger solitaria, mágicamente sobre las aguas platinadas. La requisitoria del programa exigía, e incluía, un par de noches en la isla y el sitio elegido, para el alojamiento, había sido un hotel moderado cercano a la estación de trenes Santa Lucía, ideal ubicación para llegar caminando con equipaje sin tener que tomar una lancha taxi o el vaporeto. Desde allí, es posible iniciar cualquier camino hacia el Rialto, el barrio judío de Venecia o Piazza San Marco.
Más allá de la hermosa y laberíntica traza urbana de Venecia, de sus monumentos, iglesias, puentes y canales, había algo en particular, algo personal que debía investigar como si se tratara de una asignatura pendiente. Una vez terminado el trabajo como guía, me separé del grupo en el puente de los suspiros y busqué información sobre la isla maldita, una mancha de tierra al borde de la laguna Véneta y a unas pocas millas del lido, un sitio muy poco conocido e intencionalmente reservado a fin de no ahuyentar turistas. La historia de Poveglia se remonta a tiempos romanos y fue refugio del asedio bárbaro y Longobardo entre los siglos V y VI, una tierra que tuvo su momento de esplendor pero transitorio puesto que su destino cambiaría rotundamente a partir de las pestes que comenzaron a asolar a la población de gran parte de Europa, especialmente a los venecianos con la aparición de la peste negra que a partir del siglo XIV devastó la ciudad; las aguas contaminadas contribuyeron con las infecciones, la humedad fue un castigo y el contagio se propagó de forma descontrolada, llevada por los mercaderes y los hombres que venían en los navíos. La muerte se podía ver en cada rincón, en las callejuelas, en los canales, no se sabía dónde dejar los cadáveres que, con el paso de los días, se descomponían y se apilaban uno arriba del otro entre roedores hambrientos. Había que buscar una salida y la solución que encontraron fue trasladar los cuerpos hasta la isla de Poveglia, pero la cosa no terminó ahí, las autoridades obligaron a todo aquel que estuviese contagiado o que fuese sospechado de llevar consigo la peste, ser trasladado también a la isla. Se cuenta que más de 200.000 hombres, mujeres, niños y niñas quedaron allí hasta su muerte.
En el año de 1922, y con el lugar completamente deshabitado, el gobierno decidió que era hora de volver a ocupar esas tierras y construir allí un psiquiátrico para enfermos mentales, psicópatas, asesinos y depravados utilizando las antiguas estructuras de un hospital. Lo tenebroso del asunto es que todas esas personas que terminaron en Poveglia rogaron con desesperación irse de la isla, pues aseguraban que veían deambular los fantasmas de las víctimas provocadas por la peste y el destierro, escuchaban los lamentos de sus espíritus atormentados por el sufrimiento, por el dolor infinito, pero nadie les creyó. Tampoco les creyeron cuando aseguraban que el médico psiquiatra, que dirigía el lugar, practicaba lobotomías, realizaba crueles experimentos y desmembraba cuerpos que luego arrojaba a las fosas. Un ser siniestro que terminó suicidándose tirándose del campanario. La isla quedó vacía y cerrada desde aquella última víctima.
Conseguí que una lancha me acercara hasta el pequeño embarcadero de Poveglia, al llegar, el marino lanzó un ultimátum: la visita a la isla estaba prohibida y él permanecería allí tan sólo por unos pocos minutos, apenas los suficientes como para tomar unas fotos y dar unos pasos en dirección a los muros del lúgubre hospital. El sol se ocultaba en el horizonte, tras las aguas mortecinas, mientras las sombras y el recuerdo de los mártires cubrieron el sendero desgastado por la humedad y el abandono, mi mente fue invadida por recónditas visiones espectrales, con el atroz recuerdo de las historias que había leído. Aquel silencio resultaba extraño y aterrador, aquella noche en una isla tan próxima a la bellísima Venecia, fue el manifiesto de un contraste absoluto, rotundo, furtivo, inusual, fue como poder ver bien de cerca, cara a cara, un fragmento del infierno de Dante sin la compañía de Virgilio y la necesidad imperiosa de regresar lo antes posible, a su amado Paraíso.
Había cumplido parte del objetivo, anómalo y diferente a los itinerarios tradicionales, fue como ingresar a las catacumbas de San Sebastiano en Roma, a traspasar las puertas de los castillos de Transilvania, como bajar rumbo a los secretos guardados en las arenas del Sahara, como deambular en solitario por los entreverados bosques de la Irpinia.
Alejandro Maruzzi
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